La locura provoca el poder

Así califica y estudia el neurólogo David Owen después de investigar el cerebro de los líderes políticos y termina diciendo: "El poder intoxica tanto que termina afectando el juicio de los dirigentes".


Los antiguos griegos, como ocurre en tantas cosas, ya se adelantaron hace muchos siglos y lo llamaron "El mal de Hubris". Descubrieron que el héroe que alcanzaba la gloria y triunfaba se endiosaba y era capaz de cualquier cosa, por fantástica que fuera.

Resulta que una persona, normal, se mete en política. Primero se siente insegura. Luego, enseguida el grupo que le rodea le arropa en su supuesta o real valía. Todos le saludan y le aplauden. Se lo cree. Luego da otro paso: "La ideación melomaniática". Se cree insustituible y que nunca va acabar eso. Hace planes a muy largo plazo y lo defiende a cualquier precio, inclusive el de convertirse en un dictador.

Todo el que se opone a él o a sus ideas es un enemigo personal. Puede llegar hasta una "paranoia delirante", que consiste en sospechar de cualquiera que le haga la menor crítica y así poco a poco para sentirse intocable, deja de relacionarse con la gente. Se aísla. Pero sigue creyendo cada vez que sus ideales "son geniales". Nunca reconocerá su equivocación.

El gran problema se da cuando pierde el poder. No se lo explica. No lo acepta. Y cae en un cuadro depresivo del que apenas si podrá salir con mucha ayuda. El mal de Hubris es una enfermedad que, además, se contagia. Estando juntos en el Senado o en Diputados se crea el ambiente de cenáculo selecto en el que unos a otros se defienden. Aquello de ayudarse siempre para no quedarse sin fueros, porque "es chancho de nuestro corral".

Así, una persona con cuatro legislaturas es un peligro. A algunos presidentes les basta un solo periodo para enfermar de este mal.